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Ciudad perdida de los Incas

Machu-Picchu 2006
(Enero 2006)

Un nuevo periplo internacional que partiendo desde la ciudad de Buenos Aires recorrió poco más de 9000 kms. y cuatro países, que no dejo pasar la oportunidad de conocer lugares tan emblemáticos como el salar de Uyuni, el lago Titicaca, Cuzco, Nazca y el desierto de Atacama.


Salar de Uyuni
Haciendo caso omiso de las temidas advertencias sobre el famoso “invierno boliviano” un pequeño grupo de entusiastas argentinos decide que la temporada baja altiplánica representaría un desafío adicional al ya de por si exigente recorrido de 21 días por tierras Incas. Enero resultó ideal para estar “prácticamente solos” en las rutas del Imperio y la consecuente ventaja adicional de las acomodadas tarifas de temporada baja, lejos de la “invasión turística” que los países andinos soportan llegado el verano europeo.
Llegar a La Quiaca en la frontera argentino-boliviana resulta ya un sencillo trámite rutero, el perfecto estado de conservación de los caminos argentinos contrastaron fuertemente con los del país hermano de Bolivia. Había que llegar a dormir al pequeño poblado fronterizo y así lo hicimos. Es sabido lo largo y penoso del trámite para ingresar personas y vehículos a Villazón. El entretenimiento de las compras a precio de regalo, un mero esparcimiento para Gabita (la única mujer del grupo) y su servidor, al que no le quedó más remedio que aumentar (acompañando a la Sra., claro...) en la compra de jeanes, medias y baratijas que comenzaban a llenar los pocos espacios disponibles en los ya de por sí abultados bolsos de viaje. Las 2 ½ hrs. que duraron los trámites, apenas alcanzaron; casi tan frugales como los sándwichs preparados por el “único lugar” recomendado por los locales para la ejecución de viandas. Un poco de queso de cabra sobre unos panes de incierta fecha de elaboración fueron mejorando el sabor a medida que avanzábamos por los polvorientos e intrincados caminos a Atocha. Varias abras de casi 4500 m.s.n.m. comenzaron a despertar en Enrique -el piloto de la Hilux negra- los primeros síntomas de vértigo, que solo se animó a confesar unos días después, cuando su miedo a los precipicios lo obligó a bajar caminando una delgada cuesta en medio de los risueños comentarios que como es natural, se hicieron oír por el VHF.
Que a Atocha haya que llegar por el cauce de un río, casi emparda con el hecho de que hayan colocado un avión por todo monumento en su plaza principal; ya nos estábamos dando cuenta que esto era Bolivia, singular hasta en esos detalles... y no sería el último.

Llegar al pueblo de Uyuni a través de su cementerio de locomotoras, definían claramente que se trataba de un lugar muy “particular”. Casi tanto como lo es la relación de números Land-Crusier/habitante, y estábamos decididos a corroborarla por nosotros mismos, no era cuestión de meter “nuestros fierros” al mar de sal que para esta época era el Uyuni. Encontrar una para que nos lleve de excursión, fue mucho más fácil que conseguir un hotel digno donde alojarse, por no hablar de donde bañarse –con agua caliente, naturalmente-. Al tercer hotel visitado, la premisa era simple. “Me demuestras que sale caliente,.. y nos quedamos!”.
Los u$s50 pagados hacía tres meses en el “mejor hotel de Uyuni” no garantizaban ni por lejos un servicio tan básico y esencial como el del baño. Vaya esto como primer dato, primero el agua, luego la cama.

A nuestro chofer boliviano se le hacía tan difícil mantener la 4x4 en la huella, tanto como a nosotros entender el porque se resistía a usar la palanca de la doble tracción, inútiles las explicaciones que intentábamos darle acerca del uso del eje delantero, aún no sabemos si era parte del espectáculo o zigzagueando sobre el lodoso camino estaba haciendo tiempo para amortizar los U$s25 por cabeza que nos cobraba por meternos 20’ dentro del salar. De una forma u otra nuestra incursión en ese mar de sal fue una experiencia única y particular, casi tanto “caminar/flotar sobre el agua” -léase literal- en esa confusión de agua y nubes que solo el Uyuni en época de lluvias sabe lograr. Compartir el almuerzo con un pequeño número de turistas “landcruiseros” como nosotros afianzó ese común denominador y sentimiento compartido, ese que de aquí en más sin decirlo estaría siempre presente, “...no puedo creer que todo esto sea solo para nosotros” la magia de la temporada baja.


Oruro, La Paz y el Lago Titicaca
Si hubo un complemento exacto para nuestro GPS, esa no fue la pésima cartografía sino los amenazadores nubarrones de lluvia. Hacia donde indicaba el navegador, inefablemente allí estaban presentes, absolutamente todo el viaje igual. Corríamos siempre detrás intentando salvar los estragos que unos milímetros de agua hacía en los intrincados caminos bolivianos. La crecida de los ríos en el enlace a Oruro, puso a prueba la estanqueidad de nuestro snorkel y la habilidad de Enrique para ponerse y sacarse las botas en repetidos intentos de tantear en medio de la noche la profundidad de los cauces y lo fuerte de la correntada.
“Querían off-road?... tienen off-road!” se escuchaba por el VHF. La respuesta casi nunca llegaba, las largas horas de manejo, desorientación y el temor de quien no conoce estos traicioneros caminos altiplánicos solo se compararon por contraparte a la enorme felicidad que significó ver las luces del pueblo de Challapata, el “pavimento prometido” de nuestro guía. Habíamos logrado algo, aún no sabíamos que.. pero nos estábamos consolidando como grupo, parte esencial de la magia de viajar tres semanas juntos.

La despedida de Oruro fue casi tan rápida como nuestro paso, sin pena ni gloria esta ciudad es un punto obligado de pernocte y plataforma de un singular día de enlace, ese que tiene a la abrumadora La Paz como centro, o mejor dicho “hoyo” o mucho mejor “gran-hoyo-alto”. Sus increíbles 4000 m.s.n.m. la hacen acreedora de singulares jaquecas, bastando con una fugaz estadía en su Burger King con tour “al volante” incluido hacen de las dos horas de permanencia, materia saldada para la organización del viaje. De hecho que gran parte del tiempo insumido en la capital boliviana lo lleva el hecho de subir y bajar por sus laterales, esos que ni los lentes de las cámaras fotográficas logran captar en una sola toma. Una picardía en la autopista y un estratégicamente ubicado puente peatonal, ganan el punto del día para el guía, finalmente una buena foto de La Paz es lo mejor que podemos llevarnos de esta caótica ciudad.
Tiwanaku es diferente, siempre que lleguen a tiempo de respetar sus “singulares” horarios. El oficial reza 17.30, pero si se quiere visitar las ruinas –es obligatorio la compañía de un guía-, estos disponen que se necesitan de dos horas mínimo y cobran la guiada “por separado” a los excesivos Bls.80 que cuesta el ingreso oficial al predio, como consecuencia, restringen el ingreso después de las 15.30. Un caos de reclamos y un no muy santo arreglo, nos permite el ingreso. Arreglar, -al fin una palabra conocida-, en el fondo sabíamos que estábamos hablando el mismo idioma (seguramente que los problemas de comunicación que tuvimos anteriormente en Bolivia, ahora sabemos que eran solo una cuestión de vocalización ! ...)

Flotando con los indios Uros
Llegar a Puno de noche y ver todas esas luces sobre el faldeo de la montaña, es intuir una ciudad especial, un pueblo que mira al lago y es justamente eso lo que nos trae hasta aquí, el lago.
Internet en el hotel, agua caliente sin sorpresas, el restaurante que nos atiende hasta tarde,.. Perú nos recibe con cambios, nosotros agradecidos.
El divertido paseo en “trici-taxis” al puerto es una actividad siempre festejada por los turistas que visitan Puno, las duras negociaciones por el precio de un “privado” con los capitanes de las embarcaciones, un deporte local.
Aquí es importante la experiencia de viajes anteriores, ya que cada capitán pertenece a una determinada “comunidad flotante”, las hay unas más vistosas que otras y es difícil torcerles el rumbo una vez decidida la embarcación, en definitiva ellos también viven del “porcentual” que dejan las compras en cada isla visitada. Negociar un mínimo de dos es lo usual. Pedir aquellas en las que tienen animales autóctonos para ver, también (las águilas como “Coco” o los enormes martín pescadores son parte importante del entretenimiento al visitarlas).
Otro dato, no deje de negociar por unos cuantos Soles, un paseo en las típicas balsas de totora de los habitantes del lugar, ellos con gusto lo pasearán entre criadreos de truchas y embalsados vecinos El aroma a la totora fresca, un imperdible que quedará asociado a la visita a este único y mágico lugar. Si quiere otro imperdible, pídale a su capitán que de regreso lo desembarque en el “Coya” uno de los cuatro barcos de acero traídos al Titicaca en ferrocarril y a lomo de mula y poder disfrutar en él de un rico almuerzo en su cubierta revestida en fina madera, al tiempo que escucha de Florentino viejas anécdotas y toma un rico trago de Muña Verde, así lo hicimos y tenga por seguro, no queríamos partir. Cuzco estaba ya a unas horas, era tiempo de pedir un taxi al hotel.


Cuzco y el Valle Sagrado de los Incas.
La corta visita al pequeño poblado de Pucará en busca de sus famosos toritos de la buena suerte y las compras de pullovers de alpaca en el abra La Raya, fueron simples pasatiempos de impacto calculado que sirvieron para acuñar “la frase” de la travesía, esa que siempre aparece y resultó una de las más populares en el emisor de VHF... “si guía dice comprar... compre a-miga!” (claro que tratando de imitar de la mejor forma posible el pegadizo y monotemático reclamo de las insistentes cholas andinas) se empezaban a tejer así las primeras alianzas y complicidades “pro-compra” con el guía, que finalmente terminarían por definir la alta cuota horaria que sería asignada a tan significativa “actividad de caza” en el cronograma general del viaje.
La entrada al Cuzco poco después del atardecer, poco tenía que ver con la grandeza de su historia como ombligo del mundo, sucios talleres y deslucidos negocios no hacían más que aumentar la ansiedad en los casi 10 kms.de recorrido necesarios para llegar al mismísimo centro. Promesas de brillantes empedrados, amarillentas farolas y baja contaminación publicitaria fueron saldadas al bajar la Cuesta de San Blas, una de las más estrechas y pintorescas de todo Cuzco. Una y otra vuelta a su Plaza de Armas parecía no alcanzar. Amor a primera vista?, absolutamente!. Cenar en uno de sus tradicionales balcones, sexo de primera noche.
Un día completo libre en la capital del Imperio es sinónimo de lentas caminatas por sus angostas callejuelas, visitar un sin número de antiguas iglesias y tomar contacto con su pasado inca en alguno de sus espectaculares museos. Pero para la Organización significaba largas colas para canjear las reservas electrónicas por boletos de tren, averiguaciones en agencias de turismo (siempre hay destinos nuevos que explorar), y pocos ratos libres para ponerse al día con los e-mails después de una semana de viaje. Como en toda ciudad que se precie de tal, los taxistas (que aquí los hay por cientos) son verdaderos expertos a la hora de recomendar restaurantes (algunos demasiado “parciales” debería aclarar...) pero Don Erno y su recomendación -Casona del Inca- no defraudaron, amén de ahorrarnos casi la mitad de la trepada a Sachsayhuaman. Una rápida revisión a la vieja fortaleza, no hizo más que dejar bien en claro que casi 3500 m.s.n.m. no era una cifra para tomar a la ligera. Qenqo y Tambomachay nos vieron más pausados y juiciosos a la hora de las caminatas, que no fueron pocas ni cortas...
Al día siguiente, dos destinos poco frecuentados del Valle Sagrado como Maras y Moray (dos espectaculares descubrimientos del viaje anterior) tampoco defraudaron. El primero con poco brillo debido al período de lluvias que inevitablemente lava los depósitos de sal y no permite la acumulación y cosecha, -en términos locales- “no producen” pero que mantienen intacto el impacto visual que significa ver cientos de piletones blancos alimentados por una única vertiente salina explotada desde períodos pre-hispánicos.

La otra, el “invernadero” inca de Moray un verdadero misterio para nuestro ingeniero agrónomo Diego, que incrédulo escuchaba a los guías comentar sobre plantaciones tropicales en medio del altiplano. El resto del grupo, ahora del lado de los visitantes esotéricos, aprovechaba su tiempo de espaldas al piso “absorbiendo” la energía cósmica del centro del gigantesco pozo aterrazado. Almorzar en el Maizal de Urubamba con el amigo Edgar –el dueño del lugar-, reavivó la chispa amazónica que las tarifas aéreas a Puerto Maldonado habían apagado hacía ya dos días. El Parque Nacional Amazónico del Manu era el destino principal de su agencia de viajes y ahora por adopción, también el nuestro. La incursión a la selva estaba otra vez en el calendario y ahora cada vez más cercana. Pero primero era lo primero, faltaban algunas ruinas por conocer.

Rúben –el guía contratado en Pisac- y su diestra flauta dulce hicieron de las dos horas de recorrido por las fabulosas ruinas, un agradable paseo de atardecer. Tal vez éstas sean unas de las mejores conservadas y muy poco visitadas. Pisac se merece la posición de privilegio en el circuito que goza hoy en día, pero -tal vez injustamente- debido a su feria artesanal y no por la calidad de sus ruinas.
"Ollantaytambo-Aguas Calientes" rezaban nuestros tickets de tren, la fecha al día siguiente nos obligó a buscar algún alojamiento aceptable en la pequeña villa al norte del valle. Ni de esos ni de los otros eran los que desde el teléfono celular del cyber de nuestro nuevo amigo Rodrigo de Urubamba iban apareciendo. Nos habíamos demorado demasiado en bajar los benditos “memorys sticks” de las máquinas fotográficas y esta “salida del libreto” (de ahora en más así llamada a las oportunidades en que no hacíamos tal y como estaba programado desde Buenos Aires y que en el pasado habían dado claras muestras de funcionar) se estaba volviendo angustiante aún antes de llegar a Ollantay. Decidimos viajar igual, “algún” lugar íbamos a encontrar, lástima que ese “algo” resultó en unas habitaciones de u$s8 sin agua caliente y bastantes precarias,... pero no serían las últimas (ni tampoco la última vez que no hacíamos caso “al libro”...).



Machu Picchu y Aguas Calientes
La picardía de ahorrar unos cuantos dólares y unas cuantas horas de tren durmiendo en Ollantay, se vio ampliamente justificada con la visita a las ruinas del lugar esa mañana. Los 189 y empinados escalones, fueron tomados “de práctica” para el ascenso al Huayna Picchu (el emblemático cerro que domina la ciudadela de Machu-Picchu y que es la meca de los fanáticos al ácido láctico -corriendo por sus muslos, claro).
Pernoctar además en Aguas Calientes (base del cerro-viejo o Machu-Picchu) serviría a los fines de cumplimentar otros dos objetivos secundarios a la visita de la ciudadela. El ya comentado ascenso al "Huayna" y el darnos un poc más de tiempo para poder recorrer, al menos en parte el famoso Camino del Inca. Otra salida de libreto que me vio jurando no volver a cometer. En mi vida había caminado tanto y entre tantas piedras –en apariencia parejas- como en este bendito, popular y “empedrado” de fama mundial.

El hecho de subir y bajar alternativamente, no hacía más que mellar la poca confianza que este viejo de 43 años tenía respecto a lograr este objetivo.
De la ciudadela, describirla sería una redundancia. Desde la mismísima entrada, todo seduce.
Nunca son suficientes palabras para definirla. Misterio y paz, en uno de los lugares más energéticos del planeta. Aprovechábamos nuestra ventaja estratégica al máximo, subíamos en la primer combi y bajábamos en la última. Dos días maravillosos en plena selva peruana -lluvia de tarde incluida-. Dormir con el sonido de agua caudalosa que corre frente a nuestra ventana del hotel Viracocha, un privilegio.
Machu-Picchu en temporada húmeda no lo cambio por nada. En estación seca, el verde no es “tan” verde y el calor agobiante, contrasta demasiado con la frescura de las piedras húmedas y las nubes bajas de esta parte del año.
El choclo hervido con queso -un clásico local- comprado en la estación al regresar a Ollantay, uno de los más ricos que habíamos probado, claro que el entorno ayuda,.. y mucho.


P.N. El Manu, un laberinto verde
Perú está compuesto de tres franjas de territorio bien diferenciadas, las costa, la montaña y la selva. La comunicación con las poblaciones selváticas (generalmente Reservas o Parques Nacionales) tal el caso de Tambopata, Manu, e Iquitos, son por via terrestre las dos primeras y aérea la última, Puerto Maldonado es la única que goza de tránsito frecuente de camiones (abastecen el combustible a la usina eléctrica del lugar), goza de “cierto” mantenimiento, amen de ser la única vía de comunicación con el Brasil. La bajada al Manu, “solo” termina en uno de los afluentes principales del río Amazonas -el Madre de Dios- y a un par de modestos "lodges" ubicados a sus riberas (que abandonados en temporada de lluvias, mantienen solo al personal indispensable a cargo). Solo el conocimiento que tuvimos en Urubamba del artículo publicado el año pasado por mis amigos del 4x4 de Arequipa, oportunidad en que organizaron una travesía de 16 vehículos a Puerto Atalaya, fue motivo más que suficiente para que nosotros también nos aventuráramos a seguirlos. Si se podía llegar en 4x4, nosotros lo intentaríamos. Ya teníamos varios datos, un artículo y el comentario de nuestro guía Rúben –el de las ruinas de Pisac- informando que desde las mismísimas ruinas salía una antigua huella –usada por los incas para traer los “productos” de la selva, como plumas y tinturas- que conducía a una serie de poblados indígenas, cuyo principal exponente era Paucartambo. Poco más de dos horas nos llevó arribar a la pequeña población al filo mismo de la cordillera –sus casi 4000 m.s.n.m., aún muy alto para nuestro gusto-, “fin del mundo conocido”, dato y nombre último referido, nos encontró almorzando mientras tratábamos en vano de conocer el estado del sendero. Solo los mudos afiches colgados de sus paredes relativos todos a la fauna selvática del Manu nos animó a emprender la dura bajada de casi 3000 metros a Puerto Atalaya. Como es propio para una temporada de agua en los faldeos de una cada vez más cerrada selva de grandes helechos, su sendero barroso y los interminables abismos y quebradas nos encontró envueltos por un espeso manto de nubes que nos llevó más de una hora y casi 1000 metros de bajada superar, habíamos llegado al ahora abandonado puesto de guardia de la entrada al Parque Nacional el Manu, justo en el momento en que las nubes dieron paso a una intensa lluvia. Hacía ya más de dos horas que no cruzábamos ni siquiera un poblador, mucho menos algún vehículo.
Seguíamos bajando por un telón frondoso de verdes puros, envueltos en una cerrada selva en galería, en donde para hacer justicia al relato, debo reconocer comenzaron a sonar en mi cabeza las primeras señales “claustrofobia verde” .

El aturdido GPS hacía ya rato que había dejado de recibir señales, seguramente producto de las profundas quebradas y el espeso manto vegetal que nos cubría en todas direcciones, recuerdo haber leído por última vez el indicador a los 1000 m.s.n.m. y la ya seguramente próxima localidad de Puerto Atalaya.
Un primer “transito” de frente y unas cuantas personas reparando un camión de reparto a la vera del sendero, nos hizo forzar un poco más la marcha en la ahora cerrada noche. “Tenemos que estar cerca” es lo único que esporádicamente se escuchaba por la radio, tal vez alentándonos mutuamente, sin reconocer que nuestra adrenalina aumentaba casi tanto como nuestro miedo ancestral a la oscuridad de la selva. Finalmente después de una cerrada curva, le advierto a Enrique –que venía piloteando en ese momento- “está bloqueado... está bloqueado!” cada vez más insistencia, ya que parecía no detenerse, o al menos "desconectarse" de piloto automático por la forma en que venía conduciendo. Nos detuvimos a escasos metros de una gigantesco alud de barro y piedras (exactamente por el lugar que había pasado la Toyota que nos había cruzado hacía no mas de diez minutos). Aún resonaba el ensordesedor rujido de las piedras y agua cayendo desde vaya a saber que altura. Sordo y profundo que helaba la sangre (por si hiciera falta más...), sabíamos que estábamos en problemas, la maniobra de giro sobre la angosta huella y las piedras aún cayendo, tranquilamente nos podían dejar “en el fondo del mar” como le llamábamos a esa angosta quebrada. La lluvia seguía constante y empesinada. Era hora de volver.. y rápido. Me tocó el turno al volante, teníamos 7 horas por delante hasta la seguridad del hotel, el reloj digital de la cabina indicaba las 21.00 y la reductora con trabajo a destajo por el resto de la noche. Solo lo anecdótico del rescate de las tres personas del camión que hacía 4 días que esperaban por ayuda –filtrando el agua de las piedras en un túnel cercano- nos reconfortó lo suficiente para olvidarnos por momentos de cuan cerca habíamos estado de ser tragados por uno de los terrenos más hostiles que nos tocó circular en este viaje. Ya habíamos tenido sal, piedra, barro y selva,... ahora íbamos por la arena!.


La cordillera central peruana, el enlace Cuzco-Nazca
Atravesar todo el macizo en el día, es posible. De hecho lo había efectuado en Septiembre pasado, oportunidad en que juraba no volver a intentarlo otra vez. Si bien con el pavimento ahora es posible hacerlo en no mas de 14 horas, el pernocte en el Hotel Turistas de Abancay tenía lógica y nos recibieron como viejos conocidos. Abandonar Cuzco, nunca es fácil. Poco más de medio día libre y el resto de la tarde para efectuar la sección más trabada del cruce, es una decisión “del libro” bastante acertada. Apenas 200 kilómetros de recorrido, pero no menos de 4 horas de idas y venidas que pueden desesperar hasta el GPS más pintado, con parciales “aéreos” que deben ser multiplicados por 4 son una constante del camino. Cadena de montañas, tan majestuosas como despojadas, otra.
El otro tramo, Abancay-Nazca de apenas 400 kilómetros requieren de un largo día de manejo por espectaculares abras pavimentadas de casi 4500 m.s.n.m. donde contra todo pronóstico, se desarrollan incipientes colectividades indígenas y dejan perfectamente claro la asombrosa adaptabilidad del ser humano a las diferentes condiciones ambientales. Casas que parecen brotadas de la tierra, bases de piedra, paredes de adobe y techo de paja son una cosntante del camino. Cientos de simpáticas llamas primero, vicuñas después son mudas compañías de este cruce que tiene a Puquio como único poblado importante (afortunadamente para Diego, ya que el servicial operador del lubricentro a la entrada del pueblo, siempre cuenta con filtros de diesel nuevos para dar por muertos los muy “jóvenes” anteriores y que ya debína pasar a retiro debido a la excelente calidad del combustible andino). “Apuntando para el Check-list...” no se cansaba de repetirme Gabita,.. con un solo filtro no alcanza,.. traer dos!.
Una de las cuestiones más mágicas y espirituales de este recorrido, es el de poder llegar hasta el Cerro Blanco (montaña blanca y medanosa, sagrada para la cultura Nazca) lugar preciso en donde comienza la bajada al pueblo de Nazca, justo a la hora del atardecer. Intrincados cálculos horarios con el GPS -salida/arribo/sunset- , dieron esta vez (ayudados por una pizca de suerte...) un inolvidable atardecer sobre el desierto, quedó claro que de ahora en más, la arena y el sol serían los protagonistas de este sector del viaje.


Las misteriosas Líneas de Nazca.
Ver el familiar rostro de Isella, la recepcionista del hotel de Aerocondor, fue casi tan familiar como sentarse a disfrutar de los viejos videos sobre Nazca de la Discovery Channel en el salón "ad-hoc" del restaurante. Una merecida cerveza y un reparador baño en la pileta del hotel, borraron por arte de magia la fatiga del largo día de manejo. Volar temprano tiene la gran ventaja en cuanto a que la baja posición del sol a ese horario, aumenta notablemente el contraste en las misteriosas figuras sobre la arena. Pasear en las pequeñas aeronaves, resultan iconos de viaje al igual que lo fueron la navegación por el Titicaca y el desplazamiento en tren a Machu-Picchu, en definitiva,... no solo de 4x4 vive el hombre!.
Conocer los secretos del desierto de Nazca, es una tarea que se va puliendo de a poco, llegar hasta sus cementerios no resulta fácil. Solo Chauchilla es frecuentado por el turismo, ver momias y objetos regados por doquier, requiere de una 4x4 un algunos waypoints celosamente guardados. En este viaje tuvimos suerte, el amigo de un amigo de nuestro ocasional guía, conocía uno no muy lejos. Apenas 20 kilómetros fueron necesarios para llegar a uno. La sorpresa de ver los cuerpos resecos por el sol y la arena (tener en cuenta que en Nazca no llueve desde la última glaciación) uno de los momentos más impactantes del viaje, el bebé momificado aún junto a su madre, también.

El Museo de María Reische, un justo tributo a esta mujer que tanto hizo por develar los misterios de la líneas, la transición justa de tema, para poder disfrutar de un típico almuerzo en el centro del pueblo.
La visita a las pirámides de Cahuachi, sin la guía de los arqueólogos de sitio, poco pudieron aportar a nuestro conocimiento de la cultura Nazca, los poco más de 30 km. de arena para arribar, un entretenido paseo por las dunas.
Dos excursiones nos quedaban aún pendientes, los famosos acueductos de Cantalloc y los artesanos del oro y la cerámica. Ambos divertidos y buen complemento para rematar este agitado día en la cuna de esta ancestral cultura.


Parque Nacional Lauda, un “flash”
Bajar por la costa del Pacífico casi 900 km. Parecerían “a priori” un poco mucho, pero no lo es. Sencillamente es una cuestión de acomodarse a los horarios de viaje, el “libro” marcaba las 5.00 A.M., (por supuesto que no partimos antes de las 8 A.M.). Casi sin darnos cuenta, cerca de las 19 ya estábamos en Tacna -frontera con Chile- a punto de terminar nuestro enlace y comenzar los largos trámites fronterizos. Arica nos recibió de forma extraña, la gente en la calle y sus avenidas céntricas cortadas. Era el carnaval andino que tocaba su cuarto y último día y nadie en la ciudad tenía intenciones de perdérselo. Bailar y beber hasta el amanecer parecía ser la consigna del día. Nos sumamos felices a los festejos, al fin de cuentas al otro día nuestro único límite era simplemente el horario del bendito desayuno.
El Parque Nacional Lauca es la tierra de los cardones candelabro, vicuñas y traicioneros ríos de aguas barrosas. Los pastores curtidos por el sol, elemento Rey que junto al viento y las lluvias marcan el ritmo de esta tierra hostil y nombre de mujer –Pacha Mama-. Madre generosa y a la vez terrible.
Conocer el Lauca era un viejo anhelo para mí, creer que la “temporada de lluvias” era solo aplicable a las visitas a Machu-Picchu, una subestimación importante de mi parte. Pronto nos daríamos cuenta en el pequeño poblado de Putre que “rayos” significaban esa cantidad de carteles con la leyenda de “cerros magnéticos”. Llegamos al poblado sin luz ni teléfono, nos sentamos a almorzar a oscuras en un pequeño bar en la esquina de la plaza principal. Fuera solo un cielo gris plomo y dos inmensos pararayos nos hicieron entrar en la cuenta que nos habíamos metido en la boca del mismísimo lobo. Un reportero del diario local que no paraba de tomar fotografías que luego enviaría “por Internet” a Arica, nos aclara que el registro en temporada de lluvias de este raro fenómeno meteorológico en el cual los cerros atraen gran cantidad de rayos, es el “notición” anual del lugar. Ver los rayos caer y explotar en los cerros vecinos, justamente por donde hacía instantes habíamos llegado nosotros, daba cuenta de los misteriosos carteles de advertencia. Estábamos en el lugar exacto, en el momento indicado, aunque el ensordecedor tronar de los relámpagos debilitaba esa teoría con el paso de los minutos.
Buscar y encontrar alojamiento en lo de Dña.Libertad, fue más sencillo de lo que esperábamos, hasta nos quedó tiempo para excursionar a la frontera con Bolivia en donde el lago Chungará, la famosa iglesia de Parinacota y las termas del lugar, hicieron las delicias para con nuestra fatigada anatomía. Los desastres que el agua “al bajar” habían hecho en una de las calles principales del pueblo y la cantidad de piedras sobre la ruta, justificó el hecho de no encontrar a nuestra locadora -que como medio pueblo- se fue a “ver como baja el agua”, alud de agua barro y piedras que bajaba tronando por una de las calles buscando el río y que en apariencia solo se producía muy de vez en cuando, naturalmente, nosotros allí para comprobarlo!. Debimos en ese momento darnos cuenta, que los 200 kilómetros que intentábamos hacer al día siguiente por los faldeos de los cerros, siguiendo el límite internacional al sur, cortaría al través muchos de estos ríos, pero estábamos viviendo el día a día y hoy más preocupados por el hecho que nos “parta un rayo” –literal- que por unos cuantos vadeos.
 

R.N.Vicuñas y P.N.Isluga.
El área de la Reserva Nacional de Vicuñas nada tenía que envidiar a nuestros paisajes altoandinos catamarqueños, el número de vicuñas, menos. Llegados al Salar de Surire, las termas de Pollequere fueron absolutamente irresistibles para quien escribe. Acostumbrado a las lides con el fango y el agua termal no dejé pasar la oportunidad de un relajante baño y mejor vista. Otra ves la pésima cartografía del lugar (descolgada de mala gana de la pared del bar de Putre por su generoso propietario) no hizo más que extraviarnos –discutíamos si fue un acto adrede motivado de viejos rencores argentino-chilenos- o si sencillamente al hacer demasiado caso al GPS que indicaba que estábamos circulando por territorio boliviano y no chileno, nos hizo malgastar valiosos minutos entre granizadas y estrechos senderos nevados. Tanto fua esí que en un caserío llamado Murillos al final de una vertiginosa bajada, el único poblador sentenció firmemente que saliéramos cuanto antes de allí, ya que si volvía a llover nos quedaríamos con él a pasar el “invierno”. Agradecimos los garabatos dibujados sobre el barro a la manera de plano que nos permitieron salir del atolladero.
Algo andaba mal, sentenció Gabita por el VHF. Hilitos de agua se iban juntando cada vez con más fuerza sobre la huella, tan solo minutos bastaron para que nos encontráramos en medio de una huella ya desbordada por el agua, la misma que al no poder seguir bajando al río, prefería quedarse con nosotros y circular en el mismo sentido, era hora de acelerar...(4ta.y 5ta.de baja). Cuando ya creíamos ganada la carrera, lo que no se quería escuchar, Diego lo modula por la radio, “estoy sin combustible!” sentencia. Apenas pudimos llegar al pavimento del paso internacional Huara-Colchane con la falsa seguridad de haberlo logrado. Nos dirigimos al lado Boliviano a reponer combustible. Valiosos minutos en que el agua a la que veníamos ganando se monta sobre el pavimento y corta la placa asfáltica en tres grandes trozos. Desbordando nuestra única salida a Iquique (ahora distante unos 120 km.). Le pido a Enrique que se calce sus botas y revise la pasada. El agua corría rápida y barrosa, pero parecía que el nivel de 20 cm. aún era vadeable. A la mitad de la pasada y sintiendo la fuerte corriente sobre los neumáticos, decido abortar (el peligro de asercarme demasiado al borde y volcar lateralmente empujado por la corriente -ya se había formado en el borde una cascada de más de un metro- era sencillamente demasiado peligroso). Completamente mojado e hipotérmico, decidimos buscar refugio en un pequeño hospedaje algunos kilómetros arriba. Decidimos esperar hasta que la furia de la crecida disminuyera. Ahora con el río más aquietado y con una parada repentina de la lluvia, volvimos a intentarlo (la zanahoria del confortable hotel de Iquique, nada se comparaba a las paredes de adobe y techo de cartón del modesto refúgio). Diego, con su camioneta más liviana y de menor potencia, se ofrece ir delante. Una gran piedra arrastrada por la corriente le bloqueaba el paso, insólitamente al intentar rodearla y una vez superado el obstáculo, lo veo no volver a la trayectoria original y dirigirse directamente al gran pozo que se había formado entre las placas de pavimento abierto. Lo demás es de imaginarse. La sección delantera cae con ambos neumáticos al agua y la corriente decide superarlo por encima del capot. Se los ve a ambos abandonar el vehículo por las ventanillas, mientras me coloco detrás en posición para efectuar el rescate. Todavía recuerdo el momento en que abro mi puerta y veo la corriente pasar velozmente a la altura del zócalo. Sin botas y con mi último pantalón seco, no me quedó más remedio que sentir el agua helada hasta las rodilla y entrando por los zapatos, claro que no era el único que lo experimentaba...
Dos fuertes tirones y la llamada a combate de hasta el último de los caballos de la potente nueva Hilux (de los casi 170 HP,.. solo me restaba nombrarlos por su apodo..) y rogando que la linga resistiera,.. caigo yo también en el otro agujero. Rápido pedido para desenganchar –me estaba quedando ya sin tracción- y apenas logro salir del atolladero. Ahora mejor ubicado decido gastar la última ficha. Con un fuerte tirón y poniendo a prueba el límite de fluencia del nylon y los anclajes de ambas camionetas, el tt de Diego asoma la trompa del pozo. La maniobra de apagado a tiempo, salva la mecánica y todos mojados pero felices nos disponemos a pasar la noche entre adobes. Verificaciones inmediatas de filtros y mecánica, no acusaban daños y nos retiramos del campo de batalla, como corresponde.. andando. Un éxito fugáz, solo a la mañana siguiente caemos en la cuenta de un gran charco de aceite de motor que atestiguaba la rotura del retén de bancada delantera, seguramente producto del shock térmico y el ingreso de areniscas que torcieron el labio del mismo, despachando por allí, cualquier intento de reposición del vital fluido. Seis horas de espera para Diego mientras el resto procuraba un auxilio en Huara (que fue cubierto por su aseguradora argentina) y unos cuantos dólares para la agencia Toyota de Iquique, nos tenían nuevamente en marcha a las 48 horas (el tiempo se aprovechó según el libro, para las "compritas" en el ZOFRI y una visita al Casino local.

Desierto de Atacama y los famosos Géisers del Tatio.
Un último tramo por la línea costera chilena nos sirvió para despedirnos adecuadamente del océano Pacífico. La trepada a Calama desde Tocopilla resulto algo lenta pero bendecida por el buen estado del pavimento. Uno de los principales “derroches” de nuestro viaje, los u$s70 pagados por el Aguas del Desierto, un hermoso hotel que nos vio partir puntualmente a las 4 A.M. para cumplir con los designios naturales de los géisers del Tátio, solo activos hasta el amanecer (misterio natural que no me canso de corroborar cada vez que los visito) y que requiere puntualidad germana en el manejo horario. Las divertidas huellas –siempre ascendentes-, hicieron de ésta “la nocturna” que nos faltaba. El espectáculo de fama mundial que reúne en toda temporada un sinnúmero de combis que suben desde San Pedro atestadas de turistas alemanes, que no titubean en sacarse la ropa ente la mirada de todos para tomarse un baño termal en este frío entorno. Pero ya llegaría nuestra oportunidad. En Termas de Puritama a mitad de camino al pueblo y por “solo” u$s10 es posible utilizar las instalaciones que el hotel Explora-Atacama cedió a la comunidad de aborígenes atacameños para su explotación y disfrute. De lo mas bonito a nivel termal que recuerdo y unas de las formas “más simpáticas” que conozco para abrir el apetito. San Pedro de Atacama, caro, exclusivo y caluroso como siempre, nos vio pasar sin mayores penas ni glorias rumbo al Paso de Jama. Un rico té en la hostería de Susques y la cena en San Salvador pusieron punto final a “nuestros servicios” tal como solíamos bromear por la radio y que marco el término de estos increíbles 21 días de viaje entre amigos. Habíamos desafiado a la temporada de lluvias,.. y no estábamos para nada arrepentidos. Lo volveríamos a hacer !

Gustavo Hartingh – Enero/Febrero 2006

 

Algunas "fotitos" más...


La música andina que escuchábamos en el viaje...

otra, ...otra.. y otra más !


TODAS LAS FOTOS EN TAMAÑO 800 X 600 (PRESENTACION DE DIAPOSITIVAS)

presentacion diapositivas puna2007


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